Una región explosiva

23/Feb/2011

Editorial, El País.

Una región explosiva

El vendaval se desencadenó en Túnez al comenzar el año. Era una revuelta popular contra la dictadura que estaba a cargo del país desde hacía dos décadas, a la que lograron desalojar de manera poco cruenta. Se trató de un nuevo torneo entre la libertad y el despotismo que al principio pareció un conflicto local, a pesar de que buena parte de los países árabes soportan a la fecha regímenes intolerantes similares al tunecino. El paso de diez días demostró en cambio que el vendaval no se limitaba a Túnez, sino que iba extendiéndose a otros puntos de la región, empezando por Egipto. Entonces las potencias mundiales se alarmaron.No se habían sobresaltado mientras el incidente estaba radicado en un país pequeño y sin peso estratégico. Pero Egipto ya era otra cosa, no solo por sus 80 millones de habitantes, su control del Canal de Suez y su ubicación geográfica, sino además por la influencia de su casta militar y su decisivo papel en el mantenimiento de una paz regional con Israel. Mientras el viejo dictador egipcio se negaba a entregar el poder, a pesar de la enorme presión popular en las calles de El Cairo, las potencias hicieron lo que hacen siempre: formularon recomendaciones apaciguadoras y realizaron gestiones más o menos encubiertas para suavizar la caída del régimen que hasta ese momento habían patrocinado.Lo hicieron porque detrás de la turbulencia egipcia flotaba el fantasma de Irán, cuando en 1979 pasó de la autocracia del Sha al clericalismo frenético de Khomeini. Los norteamericanos no podían olvidar esa coyuntura fatal, que significó (en materia ideológica y también petrolera) un duro paso atrás en su área de influencia del Medio Oriente. Con ayuda europea, lo que ahora lograron a través de conductos diplomáticos y advertencias telefónicas, fue que el déspota egipcio abandonara el poder al cabo de 18 días de sublevación que pasarán a la historia. El hombre dejó en su lugar a una junta militar que promete garantizar las elecciones dentro de siete meses.Aunque el saldo sangriento fue asombrosamente pequeño dada la magnitud del levantamiento egipcio, la virulencia de los árabes tampoco se detuvo allí. Por el camino hubo desórdenes en Argelia, en Jordania y hasta en Arabia Saudita, configurando una ola de expansión que en los últimos días se ha contagiado a otros alzamientos en Yemen y en Bahrein, demostrando que ni los emiratos del Golfo quedan al margen del gran tumulto, para culminar con protestas en Marruecos y Kuwait, y con mortífera represión en Libia, bajo un poder que ha estado al mando desde hace 42 años. A esa altura el mundo árabe lucía como un enorme polvorín, sin saberse dónde serán las próximas explosiones y qué rumbo tomarán los nuevos gobiernos.Lo que se sabe en cambio es que la nueva inestabilidad tiene un impulso capaz de alterar no solo a la inmensa comarca que se extiende desde Irak hasta Marruecos, sino también -por lo menos- a un vecindario ya crispado por la situación, que incluye a Israel, a Siria, a Turquía y desde luego a Irán, que no es árabe pero es musulmán y auspicia el ascenso de grupos fundamentalistas que ya están pescando en río revuelto, gracias a la conmoción interior de países hasta ahora laicos, cuyos gobernantes van cayendo igual que las fichas alineadas del dominó. Muchos europeos con buena memoria histórica pueden ahora desempolvar otros fantasmas, más viejos y poderosos que el iraní. Son los de la arremetida árabe del siglo VIII, que se tragó la península ibérica y solamente se detuvo cuando Charles Martel la derrotó en Poitiers, aunque a los españoles les costó 700 años desalojar a esos invasores de su territorio.El susto europeo se repetiría en el siglo XVI, cuando los otomanos (que tampoco eran árabes, pero eran musulmanes) llegaron a las puertas de Viena, permitiendo pensar que Europa pudo sucumbir ante esas embestidas. Resulta aterrador imaginar lo que hubiera ocurrido allí bajo un triunfo del Islam. Esos antiguos espectros han vuelto a agitarse con el remolino árabe de estas últimas semanas.